ONCE MILLONES DE LEDS

Estos días en la calle todo son luces y adornos. No está del todo mal. Nos ayuda a acordarnos de que estos días no son días cualesquiera. Nos distraen de las ocupaciones, de las rutinas… Pero hasta ahí. No dejan de ser eso, una distracción, un maquillaje… y una “desfiguración” de uno de los grandes símbolos de la Navidad: la Luz.

Ese es el gran anuncio de este tiempo. En Nochebuena, en la misa de medianoche, se proclama una profecía que Isaías pronunció hace 2700 años en uno de los momentos más delicados de la historia del Pueblo. Acababa de caer el Reino de Israel. Diez de las tribus habían, de facto, dejado de existir. La mayor maquinaria de guerra que había conocido la humanidad (el ejército asirio) amenazaba la existencia de Judá. Todo parecía perdido en una noche amarga y oscura.

En medio de ella, Isaías va y dice: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló» (Is 9,1). Habla de alegría, gozo, paz… Todo a causa del regalo de un niño, de la vida. Posiblemente el profeta pensara en Ezequías, sobre quien “pesaba” otra profecía, la del Emmanuel (Is 7,14), también pronunciada en un momento difícil cuando Siria e Israel se habían aliado contra Jerusalén.

Humanamente es paradójico que esos dos momentos donde el desenlace más probable parecía la muerte, el Espíritu moviera a Isaías a anunciar la vida que es signo de la presencia constante de Dios junto a los suyos. Por eso no es de extrañar que, siglos más tarde, Mateo y Lucas recuperan precisamente estas dos profecía cuando narran e interpretan el nacimiento de Jesús.

De eso va la Navidad. De eso, de hecho, va toda la existencia cristiana. De que Dios viene a los espacios más tenebrosos de nuestra vida, esos lugares en los que nos hemos ya rendido, de los que tenemos miedo, los que nos dan vergüenza, los que tratamos de ocultarnos incluso a nosotros mismos… y allí hace que brillen la Luz y la Vida.

Ricardo Sanjurjo


 

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