HACERSE ESCUCHA

«Aquí estoy, Señor, como un grano de arena en el de­sierto.
Aquí estoy, Señor, a pie descalzo en tu espera.
Aquí estoy, Señor, con el corazón abierto a la escucha.
Aquí estoy, Señor, buscando paz en tu respuesta.

Quiero estarme junto a ti, sentado a tus pies,
sin pensar ni buscar, sensible al que llega.
Quiero hacer escucha de mi corazón aturdido.
Quiero estarme en gratuidad contigo, aquí y ahora.
Quiero unificar mi ser y ser en tu ser.

Aquí estoy, Señor, lleno de ruidos. Quiero silencio
para escuchar tu Palabra desde el corazón que anhela
volver de nuevo al origen, al paraíso,
y al caer la tarde, encontrarse con tu presencia»

(Salmos de Emilio Mazariegos)

Este salmo recitado despacio y con tranquilidad nos pone en serena actitud de escucha, en acogida confiada de Dios, siempre novedad que intenta sanar. Nos adentra en una de las actitudes fundamentales de la oración: LA ESCUCHA.

La escucha encierra sus propios secretos para aquel que sabe desnudarse en ella. La escucha auténtica tiene mucho que ver con la ausencia de dominio, con dejar al otro que sea en libertad. Existe una palabra clave en una buena escucha: la EMPATÍA, la capacidad para ponerse en lugar del otro, para recibir al otro tal como es, entendiéndole en sus raíces, no superficialmente.

No es nada fácil encontrar personas que escuchen de verdad. Oímos muchos sonidos, muchas palabras, pero una escucha de cora­zón abierto es más infrecuente.

La escucha supone estar abiertos, no acallar nada. Empezar, como dice el salmo por escuchar mi corazón aturdido y dolorido… recibir los sonidos que nacen de mis adentros, sin esquivarlos.

Para que pueda darse una escucha lo más plena posible el hombre ha de deshollinar sus capacidades receptivas, ha de prepa­rar el terreno:
Reconciliación…

Para escuchar hay que estar reconciliados. Hay heridas del pasado que siguen sangrando y que nos tienen dolidos sin poder estar enteros atentos al presente. Es necesario ir sanando los recuerdos, ir «purificando la memoria», en expresión de San Juan de la Cruz. La reconciliación con el presente procede del perdón recibido y otorgado, olvido y comienzo, aceptación de sí mismo y de las circunstancias que no se pueden cambiar. La escucha, efectivamente, procede de estar lo más enteros posible en el hoy. Reconciliación de nuestra dispersión, disgregación. La incapaci­dad para escuchar es la incapacidad para mirar. Es incapacidad para ser enamorados. Sólo centrados podemos ser enamorados, cogidos en el centro mismo del amor.

Este centro del cual estamos frecuentemente extrañados, huidos:

Oh, llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma, en el más profundo centro…

La escucha, por tanto, depende de estar ahí, tú, entero, con escucha exterior e interior.

Por eso el sufrimiento es una fuente privilegiada de sabidu­ría en todas las religiones, porque suele traernos a la concien­cia presente. Grandes místicos como San Juan de la Cruz afirman que la Noche es ocasión excepcional para que sea escuchada la Palabra. Los momentos de mayor abatimiento, desmoronamiento, cuando entre ruinas o cenizas lamentamos lo perdido, Dios nos encuentra allí con la confianza vuelta a la virginidad. La Noche es la ocasión de Dios, su oportunidad… entonces su Palabra nos alcanza humildes.
Descalzarse…

Escuchar supone descalzarse, no querer dominar. No apropiar­se o poseer. Renunciar a la posesión y a la conquista. La escucha más pura se da en la desnudez. No atrapar ni poner nombre o etiquetar lo que nos llega, pretendiendo conocerlo.

Mucha escucha ilegítima procede de domesticar, neutralizar, atrapar. Por eso, Santa Teresa insiste siempre en la humildad como primera virtud para acercarse a Dios. Humildad es estar despiertos en la verdad de nuestra precariedad y limitación habitada de belleza.

El deseo de domesticar lo real a nuestro favor, de traer las aguas a mi molino, afecta a la oración no dejando que la interpe­la­ción de la Palabra mancille nuestros oídos y llegue a herirnos removiendo nuestros fingimientos. En toda Palabra de Dios existe siempre un dinamismo que nos desnuda y nos trae a nuestra origi­nal verdad. Por eso nos duele y renueva si la escucha­mos. Volver a escuchar es volver a ser niños. Retornar a esa actitud básica tan bella que es la ADMIRACION, la capacidad de asombro… prime­ra virtud necesaria para que nos llegue el evan­gelio en todo su inapresable caudal sorpresivo y desconcertante.

Los satisfechos y prepotentes están sordos y su posada permanecerá ocupada. Por ellos pasa de largo el Dios de lo senci­llo. La saciedad nos hace atrincherarnos en nuestra insegura seguridad y nos aleja de nuestra vocación de peregrinos, a la intemperie, sensibles a todo viento, ligeros de equipaje… también ligeros de seguridades teológicas en las que acoplar ver­dades incómodas.

La escucha, si es entera, si es humilde, se deja estremecer, tambalear, desconcertar… La condición para ser ganados, seduci­dos otra vez por su Palabra es estar perdidos a todo para ganar­nos al Todo. Léase aquel bello momento del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz:

«Que andando enamorada
me hice perdidiza
y fui ganada»

Descalzarse es señal de respeto, el suelo que pisas no te pertenece y encierra el misterio, no sólo el terreno de Dios, sino el mismo ámbito humano. También ante el misterio del hombre hay que descalzarse en actitud de respeto, y ante la polifonía de lo creado.

Con esta actitud se nos invita a superar prejuicios en nuestra escucha, no prever. Dejar a Dios ser Dios y dejar que el otro sea siempre una sorpresa. Permitir que cada realidad me hable su propio lenguaje. Eso es tener oídos para la escucha.

Miguel Márquez, ocd.

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