EL DIOS DE LOS SUSURROS

El otro día me llegó por una de las redes sociales un texto en el que un soldado del ejército ucraniano agradecía nuestras oraciones por su pueblo. Decía que dichos rezos le habían ayudado, a él y a sus compañeros, a descubrir vías de escape de las balas, a despistar a los enemigos, a librarse misteriosamente de determinados peligros… Eran hechos sutiles, casi como pequeños milagros que les habían salvaguardado de, seguramente, la muerte.

No sé si este texto es realmente un escrito de tal soldado, o es una de esas cosas falsas que van circulando por internet. Pero a mí me hizo pensar en «el silencio de Dios» ante estos hechos tan horribles.

El silencio de Dios nos asalta de vez en cuando en la vida. Es esa ausencia de respuesta por su parte en los momentos más tenebrosos de nuestra historia. Le preguntas, y nada. Compartes tus necesidades y penas con Él, y nada. Ruegas y suplicas, y nada. Dios parece sumergido en un mutismo insondable, impenetrable y absolutamente opaco para nuestro entendimiento. ¿Dónde está ese «pedid y se os dará, llamad y se os abrirá»? ¿Dónde está ese Padre que «nos lleva tatuados en la palma de la mano»? ¿O ese pastor que deja a todas sus ovejas para salir a buscar a la perdida?

Poco a poco he ido desistiendo de intentar entender ese silencio. Al fin y al cabo, también ese silencio lo padeció su propio hijo en la cruz. Pero algo he aprendido: que Dios esté en silencio no significa que no esté. Ese silencio denso que te envuelve como una nube es también signo de su presencia. No entiendo muy bien qué me quiere decir con él, si es que está respetando mi libertad y la de los demás, si está poniéndome a prueba o simplemente está esperando a que sea yo la que dé algún tipo de respuesta. Y sí, muchas veces he dicho: «Dios ya no vive aquí»; o he puesto en duda su existencia y las creencias que han formado parte de mí toda la vida. Sin embargo, en el fondo, muy en el fondo, de alguna manera he sentido que estaba ahí, conmigo, padeciendo, callado, conmigo; abrazándome, porque a veces un abrazo es mejor que mil bellas palabras seguidas.

Cada día veo las noticias de la guerra, horrorizada y con tristeza, y sigo preguntándome «¿dónde estás, Dios?». Y me digo que Dios es también el Dios de los susurros, que no trona desde el cielo, sino que habla en voz bajita. Es el Dios de las pequeñas cosas, de las acciones sencillas pero salvadoras, de los humildes gestos que encienden algo de esperanza. Es como si Dios se hiciera pequeño y tomara la talla de nuestras acciones y palabras, para, a través de ellas, aliviar y ayudar. Y en Él confiamos, en que en su infinito amor y sabiduría sabrá recoger en sí mismo el sufrimiento, sabrá hacer que de él saquemos vida, sabrá acoger cada situación para darle plenitud y sentido.

En este tiempo de Cuaresma en que caminamos con Jesús hacia la cruz, nos unimos a Él en su dolor, decepción, abandono… Con Jesús, el mundo también se clava en una cruz, pregunta a Dios por qué le ha abandonado, y espera la resurrección. Porque la resurrección es la respuesta segura que romperá todos los silencios.

 

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