
Nos animamos en esta cuaresma a hablar más con Dios, para descubrir la necesidad de entregarle no un poquito de nuestro tiempo sino la vida entera.
A descubrir que Él, que es eterno silencio, nos regala su Palabra en Jesús, que se comunica con nosotros en todo y en todos, que le encanta sorprendernos, sorprendernos siempre.
El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Pone ante nosotros a los testigos, a Nuestra Señora, que han descubierto y saboreado el tesoro escondido. Ellos nos animan a escuchar a Dios, a hablar con Él, a que sea nuestra vida quien hable de Él. Si cada uno de nosotros fuésemos una diminuta gota de su ternura, el mundo cambiaría y cambiaría para bien.
Queremos vivir con Dios y para Dios porque la vida no tiene el mismo sabor sin Él que con Él y ojalá cada ser humano lo descubriera porque dejaría de temer la soledad, esa cruda enfermedad que causa estragos en nuestro tiempo. Nos da esperanza saber que Dios toma la iniciativa del encuentro: «Si el alma busca a Dios mucho más la busca su Amado a ella» (San Juan de la Cruz)
Cuando oramos, le damos a Dios la inmensa alegría de estar con quienes tanto ama, porque su delicia es estar con los hijos de los hombres. Nos da alegría recordar que «Dios es como la fuente, de la cual cada uno coge como lleva el vaso» (San Juan de la Cruz, 2S 21, 2).
Dios se da a sí mismo, sin condiciones, entregándose totalmente. La fe es respuesta a esa entrega, a esa llamada que la mayoría de las veces se expresa con discreción en el fondo de nuestra conciencia, en nuestro interior.
Cipecar
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