CON LO BIEN QUE SE VIVE SIN DIOS
A menudo escuchamos, o nosotros mismos pronunciamos discursos sobre la fe que afirman que necesitamos creer en Jesús para alcanzar la felicidad más plena. Sin embargo, dichas proclamaciones muchas veces chocan contra una realidad bien diferente. Por un lado la de aquellos cristianos que parecen vivir la vida con un carácter entristecido, agobiado y apesadumbrado. Y por otra la de muchos ateos y agnósticos que, lejos de dar la impresión de faltarles una pieza clave en su vida, parecen vivirla de una manera totalmente feliz, siendo además en muchos casos muy buenas personas.
Delante de esa realidad puede que nos hagamos la siguiente pregunta: «¿necesita la gente a Jesús?» o tal vez puede que sea mejor que vivan su vida felices sin él. Creo que dicha pregunta es en realidad una trampa, si nos quedamos tan solo en ella y no somos capaces de darle la vuelta. Es decir, tal vez la cuestión no sea tanto preguntarse si la gente necesita a Jesús, cuanto hacerme a mí mismo la pregunta: «¿necesito yo a Jesús?»
Y es que, muchas veces convertimos a Jesús y el Evangelio en una pesada carga en nuestra vida. En una especie de losa que nos aplasta, en un arma arrojadiza o en un producto que tenemos que vender si queremos evitar que la Iglesia desaparezca… Y sin embargo Jesús no pretende ser nada de eso. Él quiere ser nuestra felicidad, llenar nuestro corazón y movernos hacia actitudes que nos saquen de nosotros mismos y nos hagan constructores de su Reino. Él no pretende ser una carga ni una amargura, sino más bien aquel que nos ayuda a llevar nuestra carga y amargura.
Si no lo vivimos así, puede que nos estemos engañando, puesto que no estaremos viviendo desde la felicidad que él nos promete y puede que ni siquiera hayamos conocido al verdadero Jesús. Y ciertamente entonces no seremos capaces de contagiar alegría, sino más bien todo lo contrario. Pero si vivimos habiendo descubierto de verdad que Jesús llena nuestro corazón y que su proyecto merece la pena y hace vivir de la esperanza (incluso contra toda esperanza), entonces ciertamente contagiaremos un «algo más», una semilla que posiblemente germinará entre la gente de nuestro alrededor, cuando haya llegado su momento.
EL MÁS CARO DEL MUNDO
Seguramente reconozcas esta frase de un anuncio navideño de turrones. De pequeño me sorprendía: “¿y quién va a querer comprarlo?” Ahora en cambio no me cuesta imaginarme lo bien que queda aparecer en la mesa con ese turrón. Y es que lo caro atrae… entonces, ¿podemos escapar de subestimar lo barato?, ¿podemos llegar a valorar lo gratuito? Hagamos con estas líneas un viaje de lo caro a lo gratuito, de pagar lo debido a entregarlo todo con gratitud… Es curioso que el ejemplo de aquel turrón carísimo, que tenía la capacidad de provocar la distinción de sus privilegiados compradores, ha dejado de sorprenderme. Hace poco oí decir a un profesor universitario que si quieres que un curso de posgraduado sea valorado le has de poner un precio alto; así la gente se interesará por saber qué se ofrece que cuesta tanto… Parece que tenemos muy interiorizado que si algo merece la pena tiene que ser caro y difícil de conseguir.
Y ahora, pirueta al canto, me pregunto si esto podría ocurrir también en lo religioso. ¿Me han cobrado alguna vez por una misa en la que he sentido a Dios entre mis dedos?, ¿alguna vez me han puesto difícil el ser perdonado por Él?, ¿cuánto costaría un rato de oración que acaba con lágrimas de felicidad? Aunque contradiga todo lo que veo a diario me niego a asumir que por no cobrarme, esas experiencias no valen nada… Al contrario, siento que es lo más valioso que tengo.
Está claro que Dios se salta a la torera la lógica de lo que valen las cosas en nuestra sociedad. Él nos introduce en una lógica radicalmente distinta: la gratuidad. Y una experiencia de gratuidad cambia la vida. Recuerdo un tiempo en el noviciado en que me sentía muy débil y torpe… caía una y otra vez en lo mismo. Y siempre volvía a mi oración esa imagen del Padre corriendo a abrazar el regreso del hijo pródigo. Señor, ¿pero cómo vas a volver a recibirme con el mismo cariño? No puede ser. Tienes que pedirme cuentas para que espabile… Pero Él no lo hacía. Hasta que me llegué a desesperar y me enfadé: ¿Cómo amar a este Dios tan… tonto? Con el tiempo esa supuesta tontería de ofrecer día tras día el abrazo siempre nuevo, acabó por enraizar en mí una confianza inamovible en su Amor. Aquella experiencia cambió mi modo de relacionarme con Él porque experimenté por primera vez lo que quema la gratuidad. Sentir su Perdón y su Amor de forma tan incondicional desborda tanto que desde entonces la vida quiere volverse respuesta. ¿Por qué? Porque sí, por amor, pues nunca habré dado lo suficiente como para devolver lo recibido. Por eso el seguimiento nunca puede agotarse. Su Gratuidad y mi gratitud se convierten en un motor inagotable.
Para calcular su valor, ¿cuánto podría costar un Amor así?
NO ES TUYO
Lo mismo ocurre con Dios. Sabe que no podemos con todo. Dios es discreto, nos da poco a poco para que podamos asumir tanto regalo. La misma vida es donada, nadie puede decidir nacer y existir con un determinado y único cuerpo. Para que Dios infinito no asuste a una criatura tan pequeña como nosotros, Dios se da escondidamente entre las cosas, las personas, todo lo que existe.
Por eso una tentación habitual es pensar que algo es nuestro. La vida, aunque cada uno la vive singularmente, no es de quien la vive. Las capacidades tampoco son del todo nuestras porque no hicimos nada para tenerlas. Ni la forma física, ni la inteligencia ni la belleza. Lo que tenemos, lo que vino dado, no podemos atribuírnoslo. Sin embargo, apropiarnos de cosas es muy humano. Pensamos que esos árboles que vemos son de uno y lo llamamos propiedad. Pero, en realidad, esos árboles y sus frutos están allí creados para que los disfrutemos cuantos más mejor.
Hay un término jurídico que se aproxima más a lo que es real: el usufructo. Es decir, el uso y disfrute de las personas, las cosas, todo lo creado. Pero la propiedad es de Dios. De Él salió todo y al volverá, en eso creemos los cristianos. Incluidos tiempo y espacio. Todo. Absolutamente todo. Y, entre sus propiedades, navega nuestra libertad para hacer que lo creado merezca la pena. Para aprovechar el regalo. La vida no es tuya. Lo que ves y tocas no es tuyo. Disfruta y aprovecha el regalo de tener más tiempo. Seguro que en eso consiste vivir una vida buena.
APAGADOS
¿APAGÓN? QUE NO PARE LA MÚSICA
MUJERES EN EL VATICANO
LOS INCOHERENTES
Hace unos días se volvió noticia y carne de titulares una contradicción flagrante entre los asistentes a la cumbre del clima de Glasgow: la cantidad de ellos que llegaron en aviones privados, con la carga contaminante que tienen. Seguro que hay en el escándalo mucho de amarillista, y es posible que cuando leas esto, la actualidad haya desplazado ya esa polémica, que es de consumo rápido. Después de todo, son jefes de Estado, viajan así, probablemente entre los altos mandatarios no se estila lo de «compartimos jet»... Seguro que hay quien dice que protestar por esto es lo del chocolate del loro (recortes insignificantes cuando hacen falta medidas radicales). Y quien, en el otro extremo, pone el grito en el cielo y poco menos que atribuye a esos viajes en avión un grado extra en el calentamiento global de la atmósfera. Ni tanto ni tan poco.
Los gritos de alerta, las preocupaciones, los escenarios apocalípticos, las distopías, cada vez están más presentes. Y cada vez más nos vamos encontrando con que la realidad empieza a parecerse a alguno de esos escenarios. Pero no terminamos de tomarlo en serio, saber qué hacer, o de creerlo posible. Y por eso, seguirá habiendo aviones privados para llegar a las cumbres del clima.
ALGUIEN TE ESPERA
Durante el inicio de curso es curioso cómo nos bombardean en la televisión con anuncios sobre coleccionables de todo tipo –mecheros, películas de Cantinflas, libros sobre guerras, etc–. Hay colecciones de muchos tipos y para todos los gustos. El mensaje que nos venden es que siempre hay uno esperándote para que le dediques tus sueños y tu tiempo.
No tan anunciados como estos productos, hay también personas, ONGs, asociaciones, parroquias –y otras muchas entidades y particulares–intentando ofrecer lo que tienen: construir un mundo más justo, más sostenible, más humano; hacer más fácil y mejor la vida a los demás. Y es que, a medida que te acercas a este mundo del voluntariado, sientes la necesidad de seguir ofreciendo lo poco que tienes de manera desinteresada. Lo que haces –que para ti puede ser muy sencillo–, puede que para otros no tenga precio. Te puedes sentir realizado ofreciendo tu vida a otros durante un rato a la semana. Te puedes sentir conmovido por historias que, aunque parezcan lejanas, las haces tuyas y te remueven por dentro. Ofrecer la mano a los que por algún motivo no han tenido la suerte, o los cromosomas, o la familia, o la educación que hemos podido tener otros, ayuda a crecer. Nos ayuda a ver que no estamos solos. Nos ayuda a ser sencillos, a mirar a los demás por igual; a luchar por los sueños compartidos; a ser pacientes y comprensivos; a no tirar la toalla a la primera de cambio y a ser generosos con lo que podamos dar. Tal vez los voluntarios no salgan en la televisión, ni se les diferencie por la calle. Cada uno tiene sus gustos y manías. Quizá lo único por lo que se les pueda identificar es, en definitiva, por la alegría profunda que provoca el saber que lo realizado es por y para otros.
No hace falta irse muy lejos para acercarse a este mundo. En tu día a día hay muchas posibilidades de gastar un poco de tu tiempo para que muchos otros lo ganen: clases a niños, cooperar en el Sur, pasar el fin de semana con jóvenes, una partida de cartas con abuelillos, ayudar en comedores sociales, una pachanga de fútbol con personas con discapacidad, acariciar a enfermos, enseñar español a inmigrantes, acercarse a esa persona que duerme en la calle, preocuparse por el medio ambiente, acompañar a personas privadas de libertad, acoger y adoptar a niños... y otras muchas otras ideas que a ti se te ocurran. Porque, como ves, en el mundo del voluntariado siempre habrá Uno esperándote, para que le dediques tus Sueños y tu Tiempo.
«MANSEDUMBRE, PACIENCIA, ORACIÓN Y CERCANÍA"
«Caminar según el Espíritu Santo». Éste ha sido el tema sobre el que el Papa Francisco ha centrado su catequesis de hoy, una catequesis en la que el Pontífice ha continuado con las enseñanzas del apóstol San Pablo a los Gálatas y en la que ha asegurado que «caminar según el Espíritu no es solo una acción individual, sino que afecta a la comunidad en su conjunto», algo para lo que se necesita «mansedumbre, paciencia, oración y cercanía».
El Pontífice ha indicado que «recorriendo este camino, el cristiano adquiere una visión positiva de la vida. Esto no significa que el mal presente en el mundo haya desaparecido, o que hayan desaparecido los impulsos negativos del egoísmo y el orgullo; más bien quiere decir que creer en Dios es siempre más fuerte que nuestras resistencias y más grande que nuestros pecados».
Por ello, Francisco ha explicado que «la regla suprema de la corrección fraterna es el amor: querer el bien de nuestros hermanos y de nuestras hermanas. Se trata de tolerar los problemas de los otros, los defectos de los otros en silencio en la oración, para después encontrar el camino adecuado para ayudarlo a corregirse. Y esto no es fácil. El camino más fácil es el del chismorreo. Despellejar al otro como si yo fuera perfecto. Y esto no se debe hacer»
En este sentido, Francisco ha insistido en que «las “apetencias de la carne” es decir las envidias, los prejuicios, las hipocresías, los rencores, se siguen sintiendo, y recurrir a una rigidez preceptiva puede ser una tentación fácil, pero al hacerlo uno se saldría del camino de la libertad». «Cuando tenemos la tentación de juzgar mal a los otros, como sucede a menudo, debemos sobre todo reflexionar sobre nuestra fragilidad. ¡Qué fácil es criticar a los otros!» y ha invitado a los fieles a preguntarse «qué nos impulsa a corregir a un hermano o a una hermana, y si no somos de alguna manera corresponsables de su error».
Por todo ello, ha recordado que «el Espíritu Santo, además de donarnos la mansedumbre, nos invita a la solidaridad, a llevar los pesos de los otros. ¡Cuántos pesos están presentes en la vida de una persona: la enfermedad, la falta de trabajo, la soledad, el dolor…! ¡Y cuántas otras pruebas que requieren la cercanía y el amor de los hermanos!», ha concluido.
Papa Francisco-Ecclesia
“DIOS PERDONA SIEMPRE, LOS HOMBRES A VECES Y LA NATURALEZA NUNCA"
La naturaleza no pregunta, sólo ocurre.
Y ocurre de una manera que sobrepasa nuestras capacidades, reduciendo al ser humano a mero espectador de los acontecimientos. Quizá, sólo quizá, no seamos el centro del universo.
Enfrascados en nuestros problemas diarios, en nuestros propios y egocéntricos problemas, transcurrimos por el mundo como burros con orejeras, incapaces de mirar más allá de donde tenemos marcado por nuestro ombliguismo. Y pasamos de puntillas por todo lo que rodea nuestro ser celestial, divino. Y lo convertimos en mera comparsa de nuestros propios intereses espúreos. Hasta que, sin preguntar, la naturaleza ocurre.
Y ocurre sin que podamos hacer nada al respecto. Más que esperar. Más que dejarnos fascinar (y sobrecoger) por la fuerza con la que se hace presente. Lenta. Constante. Destructora. Como si quisiera dar un golpe en la mesa y reivindicarse. “¡Aquí estoy yo!”, parece decir la Tierra. Y nos empequeñece, nos vuelve insignificantes, incapaces, inútiles.
Y es ahí, justo en ese momento, cuando nos damos cuenta de que somos seres minúsculos. Que no somos dioses. Que somos finitos y limitados. Y asistimos como meros espectadores al espectáculo natural, asistiendo a la paradoja de sentir horror, miedo y fascinación al mismo tiempo, de admirar la belleza de la destrucción hasta el punto de quedarnos absortos ante imágenes cuasi apocalípticas. Porque no se puede parar, no se puede frenar. Tan sólo queda esperar.
“Dios perdona siempre, los hombres a veces y la naturaleza nunca”. Este dicho castellano se escuchó en 2014, en un encuentro entre el Papa Francisco y el entonces presidente de Francia, François Hollande. “Cuando se desencadena esta destrucción de la naturaleza es muy difícil detenerla”, explicaba el Santo Padre. Entonces, ¿cuál debe ser nuestra relación con la naturaleza, para que ésta sea clemente? El respeto y el cuidado deben ser la máxima que rija siempre cualquier interacción humana con la biodiversidad que se nos ha dado.
“No somos Dios. La Tierra nos precede y nos ha sido dada”, nos recuerda el Pontífice también en Laudato si. No somos Dios. No somos dioses. Entonces no actuemos como tal. Sepamos reconocer nuestra limitación creadora. Bajémonos de nuestro pedestal. Y contemplemos todo aquello que nos rodea no como aquello que está para servirnos, sino como aquello que, igual que nos cobija, puede también arrebatarnos lo más preciado.
Porque, por mucho que nos empeñemos en frenar la lava con una manguera, la naturaleza seguirá ocurriendo.
Ecclesia. Auxi Rueda