TRABAJAD POR EL ALIMENTO QUE PERDURA


«Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» Lo que nos ata a las cosas nos aleja de la presencia del Padre. Construyamos la vida a lo largo del camino pascual ligeros de equipaje a sabiendas que lo que necesitemos Él nos lo dará.
 

LUZ DE PASCUA

MARÍA DE TODAS LAS MUJERES



«¿De Nazaret puede salir algo bueno?», dijo alguien en el evangelio. Pero sí, resultó que sí, que de Nazaret salió mucho bueno. Por ejemplo, un «sí» pronunciado por una mujer anónima, y que, a día de hoy, aún resuena en la Historia.

Me pregunto qué bulliría por dentro de esa joven en el momento de aquella afirmación. Con sus dudas, con esas preguntas que el evangelio de la Anunciación nos cuenta, con ese azoramiento con el que afronta una petición de la que no se sentía ni digna ni capaz. El sí de María es el sí de la generosidad y el desasimiento. Un sí que no se quedó en el momento de pronunciarlo, sino que se perpetuó en cada una de sus labores diarias: la de cuidadora, educadora, consejera, misionera, protectora… Imagino la de veces que, sentada en el hogar donde cocinaba o mirando por la ventana, rezó con todas aquellas preguntas que guardaba en su corazón sin entenderlas, esperando que algún día tuvieran alguna respuesta.

El sí de María es el de muchas mujeres que lo han dado todo para que muchas otras mujeres (entre las que me incluyo) podamos llegar hasta donde ellas no pudieron. Muchas madres y abuelas que, consciente o inconscientemente, aparcaron sus propias voces para que nosotras, las hijas y nietas, encontráramos la nuestra y la hiciéramos sonar bien fuerte. Madres y abuelas que guardaban también muchas preguntas en el corazón acerca de los nuevos tiempos que no entendían; del futuro de sus hijos; de un matrimonio que, en ocasiones, se hacía cuesta arriba o del sentido que tendría la rutina que a veces las atrapaba.

Hoy buscamos la inspiración a seguir en políticas, científicas, artistas, filósofas, escritoras… Grandes mujeres que son o han sido pioneras en romper muros para que nosotras podamos pasar. Pero no olvidemos a las que optaron por quedarse en casa y se olvidaron de sí mismas para cuidar de los suyos. A las que no hicieron caso del dolor de cabeza que en ese momento tenían; o decidieron no comprarse el bolso que les gustaba para que las cuentas en casa salieran; a las que diariamente llevaban y recogían del colegio a los hijos y que sólo gozaban de descanso cuando todos se habían acostado ya.

Todas ellas y sus quehaceres fueron pequeños «síes» diarios que hicieron posible que la salvación entrara poco a poco en los hogares. En ellas veo, si me lo permitís, a mi bisabuela, mis abuelas, mi madre o mi suegra. Y también a un trocito de aquella María de Nazaret. Esa María que nunca pensó en sí misma, esa «María de todas la mujeres».

Almudena Colorado


LA LUZ NOS ILUMINA EL CAMINO

«Vosotros sois la luz del mundo» La luz ni se oculta ni se guarda. Nos ilumina el camino por el que avanzamos para no tropezar. La luz es la vida que debemos aprovechar para que nuestro testimonio haga al otro descubrir que también tiene una luz que le ilumina en su soledad.

SOMOS TESTIGOS DE LA RESURRECCIÓN

ENSENAR AL QUE NO SABE

Como san Pablo en su Carta a los Corintios, puedo afirmar: "Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño". 

A lo largo de la vida son muchas las enseñanzas que he recibido. Tantas cosas por las que dar gracias:

Doy gracias a todos aquellos que a lo largo de la vida me han enseñado que no somos sin los demás, que tener en cuenta al otro es esencial en la educación.

Doy gracias al Dios de la vida por aquellos que me enseñaron que caminar descalzo me conecta a la tierra, me conecta a la vida, me ayuda a reconocer los lugares como sagrados.

Doy gracias al Dios de la vida por aquellos que me enseñaron que la vida no es un lugar de competición, sino que es un lugar para compartir lo que somos.

Doy gracias al Dios de la vida por aquellos que me enseñaron que dar sin recibir nada a cambio es la mayor respuesta de amor que se puede dar.

Doy gracias al Dios de la vida por aquellos que me enseñaron que el cuerpo es templo, es lugar sagrado, y hay que cuidarlo y respetarlo.

Doy gracias al Dios de la vida por aquellos que me presentaron a Jesús. Que se convierte en mi pasión, mi amor, mi vida.

Doy gracias al Dios de la vida por aquellos que arriesgan, sin miedo, confiando. Son maestros para aquellos que pretendemos tenerlo todo atado, controlado.

Doy gracias al Dios de la vida por aquellos que me mostraron que la verdadera amistad brota al tocar el costado del Señor, al tocar la herida, la debilidad, al desprendernos de caretas y mostrarnos tal cual somos, sin miedo.

Doy gracias al Dios de la vida por aquellos que me enseñan que el éxito no se mide por los títulos, el reconocimiento o el dinero, sino por la capacidad de entrega y desprendimiento.

Doy gracias, porque los últimos, los que viven en las periferias, los que la sociedad deja fuera… se convierten en maestros de vida, me enseñaron lo qué es el amor, la gratuidad, la amistad sin reservas. Ellos han sido misericordiosos conmigo, pacientes, y el Señor se hace presente en mi vida a través de ellos.
 
Ojalá se nos conceda el don de seguir siendo como niños, para estar atentos y poder sorprendernos cuando los que pensamos que no pueden enseñarnos nada son los verdaderos maestros de vida.
 
Ojalá no vivamos distraídos para, así,  apreciar y agradecer que es el propio Dios el que nos acompaña a lo largo de eta vida como compañero de “Emaús”.
 

 

NUNCA DEJES QUE CREAMOS

Nunca dejes que creamos 

que ya sabemos cuánto nos has amado, 

cuánto nos amas 

y cuánto amor podemos intuir 

que nos queda por recibir de Ti 


Fran Delgado sj

HA RESUCITADO

EXPECTATIVAS Y ESPERANZAS

La Pascua es momento de celebrar la esperanza, pero, a la vez, nos confronta con el silencio de Dios. Conmemoramos su «paso» por la historia. Sin embargo, se trata de un paso silencioso, como de puntillas, como suele suceder en la vida de cada uno. El propio Cristo sufrió este silencio. En Getsemaní, el Padre parece no atender a su ruego. Y en el Gólgota, tampoco parece dispuesto a escuchar su clamor: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

El Sábado Santo, el silencio se vuelve más denso. Nos evoca al Creador que en seis días realiza su obra y el séptimo descansa. La historia de la humanidad no deja de ser un largo sábado en el que Dios ya no está, se esconde, o, simplemente, calla.

O, tal vez, no le oímos porque, distraídos con nuestras expectativas, no le prestamos atención. Los judíos ansiaban la llegada de un Mesías victorioso. Los apóstoles pretendían ocupar puestos relevantes en un Reino que se había de implantar. Un ladrón desesperado reclamaba a su compañero de infortunio que, si era realmente quien decía ser, le rescatara de tan cruel tormento. Unos y otros se sintieron defraudados por un Jesús colgado en una cruz.

El primer día de la semana, de madrugada, unas mujeres acudieron a una tumba para cuidar de un cuerpo sin vida. Quedaron desconcertadas. Ante el sepulcro vacío optaron por creer que unos malhechores habían robado el cadáver. Era la hipótesis más plausible. Y unos discípulos, de camino a Emaús, le confesaron a un forastero su profunda decepción; no se habían cumplido sus legítimas expectativas.

Nuestra fantasía suele inventar el futuro. A veces lo hace para aliviar la angustia generada por la incertidumbre. No obstante, los hechos suelen desbaratar nuestros planes. Al desmoronarse el castillo de naipes, quedamos a merced del desencanto.

Ahora bien, la esperanza cristiana no se fundamenta en la capacidad de prever el devenir de los acontecimientos. Es como la fuerza que nos inunda cuando confiamos en un ser querido. Pase lo que pase estará con nosotros, aunque, a veces, guarde silencio. La conversión implica superar el consuelo pasajero de las expectativas para aprender a confiar a ciegas, como hacen los buenos amigos, incluso cuando escasean las dosis de optimismo.

 Josep Otón

 

DANOS TU CORAZÓN

Que el Señor nos acompañe al partir de este lugar.
Que vaya delante de nosotros para iluminar el camino.
Que camine a nuestro lado para ser siempre nuestro amigo.
Que vaya detrás de nosotros para protegernos de cualquier daño.
Que sus brazos cariñosos estén debajo de nosotros para sostenernos
cuando el camino sea duro y estemos cansados.
Que esté con nosotros para cuidar a todos los que amamos.
Que viva en nuestro corazón para darnos su alegría y su paz.

Padre bueno:
Danos un corazón de POBRE; capaz de amar, para abrirse y entregarse.
Danos un corazón PACIENTE; capaz de amar, viviendo esperanzados.
Danos un corazón PACIFICO; capaz de amar, sembrando la paz en el mundo.
Danos un corazón JUSTO; capaz de amar la justicia.
Danos un corazón MISERICORDIOSO; capaz de amar, comprendiendo y perdonando.
Danos un corazón SENSIBLE; capaz de amar, llorando sin desalientos.
Danos un corazón PURO; capaz de amar, descubriendo a Dios en el ser humano.
Danos un corazón FUERTE; capaz de amar, siendo fiel hasta la muerte.
Danos tu corazón.

Pastoralsj

EVANGELIO DE SAN JUAN 6, 16-21

ORAR LOS UNOS POR LOS OTROS

La oración por el otro es presentar ante Dios la vida de alguien que nos importa (un familiar, un amigo) pero también, como hacemos en la eucaristía cada domingo, la vida de quien sabemos que sufre por una enfermedad, por soledad, por encontrarse en el paro, por ser víctima de la violencia… aunque no lo conozcamos personalmente.

Si esta oración brota del corazón (y no nos limitamos a repetir mecánicamente «te lo pedimos, Señor», «te rogamos, óyenos»), orar por el otro significa, por una parte, dejar por un momento de pensar en nosotros mismos, en lo que deseamos o nos hace falta, para acordarnos de que siempre, no importa cuáles sean mis circunstancias, hay alguien que lo está pasando peor que yo y que necesita de mi oración más que yo mismo; es, por tanto, un acto de altruismo.

Por otra parte, orar por el otro es un gesto de confianza plena en el Señor: muchas veces no tenemos la capacidad de resolver los problemas del otro ni de ofrecerle consuelo, pero sabemos lo importante que es estar, hacernos presentes, acompañar en el dolor y en la incertidumbre, y decir «hoy voy a rezar por ti»; porque confiamos en que nuestra oración será escuchada «porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Mt 7, 8). En otras palabras, al rezar reconocemos nuestra propia limitación y ponemos en manos de Dios la vida del prójimo.

Entre las oraciones de la plegaria universal y las oraciones particulares por personas de nuestro entorno, hay una oración por el otro que nos configura especialmente como comunidad de fe: en las parroquias pequeñas, en las comunidades de religiosos o de laicos, en los grupos de vida espiritual se difunden rápidamente (no digamos desde que existe WhatsApp) las noticias sobre un miembro que está enfermo, otro al que le operan hoy mismo, alguien que ha perdido a un ser querido… y todos los miembros de esa comunidad de fe, conjuntamente o de forma individual, dedican un momento del día a rezar por el otro. ¡Qué fuerza tiene una comunidad que reza unida por uno de sus miembros!

Bien sabemos que Dios no actúa como un prestidigitador y que la oración, más que transformar el mundo, transforma nuestra mirada sobre el mundo, pero el altruismo de la oración por el otro y la confianza de que las cosas quedan en manos de Dios son reflejo de un altruismo y una confianza muy superiores, los de Aquel que dio la vida por todos los otros y se abandonó ciegamente a la voluntad de Dios. Su resurrección alienta nuestra esperanza e inspira nuestra oración.

Margarita Borreguero

 

 

YO SOY EL QUE VIVE

EVANGELIO DE SAN JUAN 6, 1-15

ABRIR LOS OJOS

No es la primera vez que una figura pública señala a un determinado colectivo para culparle de todos los males que afectan a la sociedad entera. En este caso, de nuevo, las personas inmigrantes han sido acusadas de propagar el virus sin ningún tipo de argumento coherente y con ninguna base científica.

Precisamente esta misma semana leíamos en un informe de Cáritas junto con el Instituto de Migraciones de la Universidad P. Comillas que uno de cada tres españoles ha nacido en una familia de origen inmigrante. Prácticamente todos sabemos que no tiene sentido a estas alturas seguir hablando de nacionalidades, origen o características raciales cuando nos referimos a determinados temas. Pero se saca mucho partido a este tipo de declaraciones, se desvía la atención de temas más relevantes y la consecuencia es un aumento de la xenofobia y hostilidad entre los miembros de una misma sociedad.

Jesús nos invita a tener otro tipo de mirada. Desde los valores cristianos, que además son el origen de los europeos, no existe la distinción por raza u origen. Y si efectivamente queremos hacer esta distinción, como cristianos, deberíamos mirar a las personas que nos cruzamos cada día y así veremos que las personas que pueden tener aspecto de extranjeras son las que sustentan gran parte de nuestra economía y que gracias a ellos, muchos de nosotros tenemos un nivel considerable de bienestar social. Abramos bien los ojos, pero abrámoslos con el corazón también abierto.


 

LUZ DE PASCUA

EVANGELIO DE JUAN 3, 31-36

EN LA VIDA, JESÚS RESUCITADO

Después del sonido de los tambores, la gente que se agolpa para ver un Cristo en la calle, las lecturas que me cuentan el dolor y cómo lo afronta mi Dios… descanso unos días en casa de mi hermano. Una casa en un pueblo del Pirineo, que si no sabes dónde está, te lo pierdes.

Y es allí, en esa casa, donde me encuentro con Jesús Resucitado. Oyendo a mis sobrinas: una jugando, otra llorando; a turnos. Viendo cómo se acumulan los cacharros en la fregadera porque no da tiempo de más. Pasmada ante el tendedor que siempre está lleno en medio de eso que un día fue salón.

En los brazos del padre y de la madre que se intercambian a las hijas entre risas y cansancio.

En la falta de silencio, en la falta de tiempo, en la falta de sueño. En la decisión de tener una vida llena de otras vidas.

Es en esto donde encuentro la razón, lo que sostiene, lo que da cuerpo, nunca mejor dicho, al hecho de la Resurrección. En esas piezas que parecen torcidas por el desorden. En ese Amor.

Allí, la vida nueva.

Veo y creo.

Y te lo cuento para que estés atento y puedas ver, donde crees que no, a Jesús vivo con nosotros, contigo.

Blanca Pinedo

 

¿ NECESITAMOS A LA COMUNIDAD?

El que hay mucha gente que deja de ir a misa, o que no lo considera algo importante es un hecho. A veces, esto desemboca en la vivencia de un cristianismo individual (o a la propia medida), otras tantas, acaba en un alejamiento de la Iglesia y de Dios.

Estas personas no terminan de encontrar al Dios vivo en medio de los ritos, ni en la oración común. Les resultan aburridos, no le ven el sentido, les parece que no aportan nada a su fe. Se quedan en lo externo de todo ello y no son capaces de adentrarse en sus entrañas. Todo un reto para la transmisión de la fe a la próxima generación de cristianos.

¿Es necesario lo comunitario o podemos prescindir de esta parte institucional en aras de una espiritualidad más «libre» y «personal»? Algunos parecen tener claro que ni los sacramentos ni la comunidad cristiana son el camino.

Por novedoso que nos parezca, en realidad esta es la experiencia de los seguidores de Jesús en los primeros momentos de la Pascua. El Evangelio nos presenta a unos discípulos que abandonan la comunidad, puesto que ésta no puede aportarles ya nada. Muerto Jesús, no tiene sentido seguir rezando unidos como él había les enseñado. Si es que quedaba algo de su modo de vivir, podría realizarse en casa, en la vida de siempre. No tenían necesidad los unos de los otros. Después de tantos disgustos, de tanto aguantar el carácter y las manías de los otros, estaba visto que más bien se bastaban a sí mismos.

Pero el Evangelio también nos muestra que el encuentro con el Resucitado produce un cambio en sus vidas. Todos ellos vuelven a la comunidad, que se recompone al poner a Cristo de nuevo en medio, al repetir los gestos con los que él se hace presente, al orar juntos. El Resucitado les hace pasar de la autosuficiencia herida a la necesidad del Otro y de los otros. Y así, la comunidad se recompone con él en el centro.

¿No nos pasará a nosotros algo parecido? ¿No estaremos viviendo a veces una comunidad demasiado preocupada por sus propias heridas y carencias, que se repliega sobre si misma en lugar de abrirse al Resucitado? ¿No estaremos demasiado centrados en nuestra individualidad y sentimiento? Quizá es momento de empezar a buscar de nuevo, o mejor aún, de volver a los sitios donde prometió estar y manifestarse, para dejarnos encontrar por él.

 Dani Cuesta, sj

 

UN DIOS DE VIVOS

NUESTRA RESURRECCIÓN COMIENZA HOY

«Te lo aseguro: el que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu… Tenéis que nacer de nuevo» (Jn 3, 5-6).

¿Sabes, hermana, hermano, que la vida y la muerte son las dos caras de un único y mismo misterio? Nuestro primer nacimiento en la carne, que nos proporcionan un día nuestros padres, lleva injertado un «segundo nacimiento» que olvidamos con frecuencia y del que habla Jesucristo cuando nos dice: «Tenéis que nacer de lo Alto, de agua y de Espíritu, pues lo que nace de la carne es carne y lo que nace del Espíritu es espíritu».

Para el primer nacimiento tú no eliges nada, ni la raza, ni la familia, ni el sexo a que perteneces. Tu segundo nacimiento espiritual es puro don de Dios que te convierte en un hijo adoptivo para quien el Espíritu abre el Reino de los cielos. Pero hace falta toda una vida para salir de nuestra ganga de tierra, de ese «ego» centrado en uno mismo y sometido a los impulsos de la naturaleza, de ese ser prisionero de sus tendencias y pasiones. Hace falta toda una vida para llegar a ser hijo o hija a los ojos del Padre, para llegar a ser hermano o hermana de verdad. Este nuevo nacimiento, presupone una lenta y dolorosa metamorfosis, una paciente configuración, fruto de una larga y sufrida conversión.

Es preciso acoger, día tras día, el Amor de Dios, don del Espíritu Santo, que es la fuente y el dinamismo de esta gestación imprescindible. Nuestra resurrección al Más Allá, nuestra entrada en la Vida verdadera, no es sólo algo del mañana, o de la hora de nuestra muerte, sino que empieza hoy.

El cielo no está detrás de las nubes, sino en lo más hondo de nuestra alma. Nuestra inmortalidad la estamos viviendo hoy, ahora, cada vez que nos sobreponemos a nosotros mismos para amar.

Amar es ya resucitar, porque el Amor es Vida. Día tras día tenemos que ir modelando el rostro de nuestra eternidad porque… Sólo el amor personaliza al ser humano. Sólo el amor humaniza al ser humano. Sólo el amor diviniza al ser humano. El amor no puede morir.

Cipecar

 

SIGNOS DEL RESUCITAD0

Vuelven a su vida de otra manera. ¡Qué diferencia entre caminar con los ojos ofuscados y hacerlo con los ojos limpios! ¡De qué manera tan distinta se camina si, en vez de compartir frustraciones, contamos nuestra experiencia de resucitados! El camino, hecho en compañía de Jesús, nos permite descubrir signos de esperanza donde antes sólo veían señales de pesimismo (cf Lc 24,15ss). 

Son signos de la presencia del Resucitado. Son familias que, con sueldos ajustados, son generosas; laicos que, antes de empezar el trabajo, participan en la misa matutina de su parroquia; enfermos crónicos que no pierden la sonrisa; religiosos que, sin especiales alardes, están siempre dispuestos a ser enviados donde haga falta; jóvenes que no se ajustan al hedonismo ambiental sino que participan en voluntariados de ayuda a los demás; madres de familia que mantienen la confianza en circunstancias conflictivas. Ellos y ellas, con el testimonio de su esperanza, hacen realidad lo que todos cantamos en el tiempo de Pascua: “Vimos romper el día sobre tu hermoso rostro/ y al sol abrirse paso por tu frente. / Que el viento de la noche no apague el fuego vivo/ que nos dejó tu paso en la mañana”. 

Anuncian, celebran el Evangelio de la vida. El esplendor de la resurrección ayuda a superar toda situación de muerte y a reconciliar a los seres humanos y a toda la creación con la vida. La experiencia de Jesús: la paz, el perdón, la alegría…. los convierte en misioneros, dispuestos siempre a dar razón de la esperanza» (1Ped 3,15). 

Oran y viven como resucitados. Las señales más hermosas son la alabanza, que recrea las fuentes del gozo y purifica el aire, y el interés por los demás. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (Jn 3,14). 

 

VIVE JESÚS

LUZ DE PASCUA

LLAMADOS A LO NUEVO

De estreno en estreno. La Resurrección de Jesús nos recuerda nuestra vocación a la creatividad y a la vida nueva. Jesús es todo vida. Orar es aceptar cada día el cara a cara con la Vida. Esto solo puede hacerlo el pobre, que se atreve a ponerse en silencio y soledad, desnudo ante Cristo. Con la sola actitud de la confianza fundamental. 

Jesús es modelo desde dentro. Llama a nuestra puerta y, cuando le dejamos entrar, se sienta en el centro de nuestro corazón y hace nuevas todas las cosas (cf Ap 21,5). Ser orante no es tanto trabajar por ser buenos, sino volvernos a Aquel que es bueno con nosotros. 

De nuevo, todo es posible. Los que habían abandonado a Jesús se liberan de su incredulidad y se confían a Él. Los que se habían dispersado se reúnen de nuevo en su nombre. Los que se resistían a aceptar el mensaje de Jesús, comienzan ahora a anunciar el Evangelio con convicción total. Los cobardes, arriesgan ahora su vida por defender la causa del Crucificado.

 

LA MAYOR LUZ

ENCUENTRO CON EL RESUCITADO

Jesús se deja ver. El ausente se nos hace presente. De muy diversas maneras se hace nuestro compañero de camino. Sin apenas darnos cuenta se nos mete en la vida. Esta es la experiencia y certeza fundamental de la oración: Jesús vive y está con nosotros. Encontrarle es algo que afecta a toda nuestra persona. 

Un camino privilegiado. Vivir como resucitados es tener un encuentro con Cristo Resucitado. «Yo soy el que vive. Estaba muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1,17‑18). «En veros junto a mí, he visto todos los bienes… Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere junto a sí” (Santa Teresa, Vida 22, 7). La oración es un camino privilegiado para ello. 

El signo de la comunidad. El signo mayor de los cristianos es el de vivir como hermanos y quererse. En medio de un mundo marcado por las divisiones, guerras, distinciones y clases sociales, la experiencia de comunidad, y dentro de ella la oración en común, es un prodigio permanente. “Nosotros preguntamos: ¿Dónde está Dios?; y Dios responde preguntando: ¿Dónde está tu hermano?» (Pedro. Casaldáliga).

«La gloria de Dios es que el hombre y la mujer vivan” (San Ireneo). La oración, como encuentro vital con Jesús, nunca termina en fracaso, porque bebe en las fuentes de la gracia (cf 1Cor 15,10). Pablo se define como el que “ha sido alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,12), y por tanto corre la misma suerte que él. 

La experiencia del perdón. En cada encuentro de oración, Jesús se pone en medio y da el perdón. No echa en cara las huidas, no empieza con el reproche, no pone por delante sus exigencias para el camino. Lo primero para él es curar e invitar de nuevo a la comunión y a la amistad con él. Jesús muestra a sus amigos los signos de su amor y de su victoria. Siempre se da a conocer como el que demuestra su amor hasta la muerte. Su perdón nos ofrece “una nueva posibilidad de vida” (E. Schillebeekx). Orar es recibir un día y otro el perdón. Vivir es, un día y otro, ser testigos de reconciliación en el mundo (cf Jn 20,22‑23). 

El regalo de la pazLa experiencia de sentirse amados, desmedidamente amados, es fundamental en la oración y en la vida. Jesús saluda con la paz, y en ella nos regala la armonía, la bendición, la gloria, la salvación, la vida. “Lo que no engendra humildad, silencio, paz… ¿qué puede ser?» (San Juan de la Cruz).

Cipecar 

ESPERO EN TI

DOLOROSA AL PIE DE LA CRUZ


Después de la sepultura de Jesús, los que le habían seguido huyeron, se dispersaron ante su aparente fracaso. Su esperanza yacía en un sepulcro y la nuestra se mantiene en una mujer: María. Ella es la única referencia de la Iglesia en el momento en que su Camino está roto, su Verdad despreciada y su Vida sepultada. En estos momentos de oscuridad y de «silencio de Dios», el «resto de Israel», el grupito de creyentes que en cada generación pone su confianza en Dios, se concentra en la madre de Jesús. Como sucedió otras veces, «ella conservaba estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19.51). No comprende lo que ha sucedido, pero persevera en la oración silenciosa, poniendo los acontecimientos y su vida en las manos de Dios. Después de Jesús, ella es la que más conoce al Padre, la que más de cerca ha visto su rostro. Por eso a ella nos dirigimos, en ella buscamos la compañía  para esperar. Ella no ve, ni sabe, ni entiende, pero ella, como antes Abrahán, cree y espera «contra toda esperanza». Permanece en oración, renovando su entrega a Dios, aceptando su voluntad, aunque no la comprenda. Con razón es invocada por los creyentes como «madre de la esperanza». Aquí podemos entender por qué la Iglesia hace memoria de María todos los sábados del año: porque ella es el referente orante, el punto de apoyo de los creyentes que no tienen las cosas claras, pero siguen confiando en el Señor, poniendo en él su esperanza. Jesús la ha hecho, desde la cruz, madre de sus discípulos amados (cf. Jn 19,25-27) y ella empieza inmediatamente a acompañarles en su camino de fe, precisamente cuando todo invita a la incredulidad. Su fidelidad es el primer tesoro que ha de guardar la Iglesia.
 
Revista Orar

MARÍA CONSERVABA ESTAS COSAS, MEDITÁNDOLAS EN SU CORAZÓN

En el Credo confesamos: «Creo en Jesucristo, [… que] padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y descendió a los infiernos».

El descenso a los infiernos

Posiblemente este sea el enunciado del credo menos entendido por la mayoría de los cristianos contemporáneos. La Iglesia primitiva tenía muy claro lo que quería decir con estas palabras, pero hoy ha cambiado mucho el significado de algunas expresiones antiguas y la manera de hablar de la gente. Por eso no nos basta con mantener los enunciados antiguos; tenemos que traducirlos en palabras comprensibles para poder entenderlos. Vamos a intentarlo.

Los judíos consideraban que los muertos descendían a un lugar donde pervivían, rehenes de Satanás, en espera del juicio. A este lugar llamaban «Sheol» (en hebreo), «Hades» (en griego), «Infernus» (en latín). Por eso, cuando los primeros cristianos dicen que Jesús «descendió a los infiernos», lo primero que quieren decir es que murió de verdad y fue sepultado, compartiendo el destino de los seres humanos.

Afirmar la muerte de Jesús era una defensa de la autenticidad de la encarnación y de la redención, ya que para los herejes «docetas» y «gnósticos», ambas eran solo aparentes. La Iglesia cree que Jesús verdaderamente se hundió en el mundo de los muertos, del desamparo, «descendió a los infiernos», vivió de una manera real la experiencia de la muerte, porque su encarnación fue verdadera: asumió nuestra naturaleza humana con todas las consecuencias.

El descenso a los infiernos tiene un segundo sentido. San Pablo afirma que Cristo «bajó a las regiones inferiores de la tierra» (Ef 4,9), para indicar su descenso a nuestra profunda situación de pecado y muerte. Cristo ha entrado en nuestra historia marcada por el odio, las divisiones y la violencia, ha entrado en nuestros infiernos y los ha asumido en su carne, para poder redimirlos.

Lo que acabamos de decir nos permite comprender el tercer sentido de esta afirmación: los Padres de la Iglesia dicen que Cristo descendió al lugar de los muertos para anunciar la salvación también a todos los que habían muerto antes de su venida a la tierra, a los que estaban encadenados al sufrimiento y a la miseria, para abrirles las puertas de la salvación. Así lo explica una homilía del siglo II que se lee hasta el presente en el oficio de lecturas del Sábado Santo:

«El Dios hecho hombre ha despertado a los que dormían desde hace siglos, ha puesto en movimiento a la región de los muertos. En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; va a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él. El Señor hace su entrada donde están ellos y ordena a todos los que estaban en cadenas: «Salid», a los que estaban en tinieblas: «Sed iluminados», y a los que estaban adormilados: «Levantaos»».

Cipecar

 

HE AQUÍ A TU HIJO

INTERESES

Intereses. Vivimos en una sociedad en que todo 'vale' monedas, pero poco 'vale' por sí mismo. Es triste. Esto le pasó a Jesús con Judas. Me niego a poner precio a la fidelidad en la amistad, a la relación con otra persona, a la voluntad de hacer el bien...