SÍNODO DE 2023
SLIDARIDAD Y ACCIÓN FRENTE AL VOLCÁN DE PALMA
«LOS MISIONEROS NO PODEMOS LLEGAR AL FINAL DE LA PANDEMIA"

DOMUND "CUENTA LO QUE HAS VISTO Y OÍDO"
ALGÚN DÍA ENTENDEREMOS QUE DIOS ES ABBÁ
ALGUNAS MUJERES EN LOS CAMINOS DEL SÍNODO
Se me ocurre que como ella, hay muchas mujeres que lo están haciendo. No nos redactan sus moradas, pero las viven. Hay mujeres consagradas que en el silencio de la jornada tienen muchas palabras llenas de Dios. Nos lo entregan en infinidad de gestos callados. Nos transparentan luz, aun cuando estén viviendo oscuridad u ocultación, que de todo hay.
Hay mujeres que tienen nombre y apellidos, historia vocacional y milagros para repartir que, de momento, disfrutan pocos. Son ellas –también, por supuesto, hay varones– quienes nos dicen en lo concreto en qué consiste la sinodalidad. Lo dicen sin decirlo ni publicarlo, pero la viven. Están siendo lazo, unión y vínculo entre los diferentes. Están sirviendo y gozando de la alegría del servicio gratuito. Están escuchando a la multitud de heridos y heridas que provoca una sociedad en guerra comercial manifiesta. Acompañan a los descartados por el sensacionalismo y la hipocresía; los silenciados y arrinconados por quienes viven en sus círculos cerrados de poder; los que se sienten solos e indefensos porque han acumulado años de silencio y desprecio; los vagabundos, ancianos y aquellos que no cuentan para las encuestas de opinión. Los transeúntes, sin papeles, huidos y presos… Hay muchas experiencias de consuelo que miradas una a una parecen anécdotas, vistas en conjunto nos hablan de la arrolladora fuerza de la historia de la salvación en camino.
Son ellas las que sostienen comunidades que aún siendo débiles, resplandecen porque desprenden misericordia y verdad. Están en el corazón de las iglesias locales. En los ministerios de riesgo, con los últimos y últimas. Dan rostro a las conferencias de religiosos y tienen corazón y comunión para regalar a los que, dentro de ellas, están más solos o débiles. Comparten la fe en sus parroquias, son pueblo de Dios feliz de serlo y llevan el aliento y a Cristo a tantos enfermos e impedidos. Rememoran y brillan con el primer amor de la fe cada vez que acompañan a los más pequeños o adultos en la entrada sacramental de la Iglesia. Son mujeres que están y sirven; sostienen y alientan una Iglesia que quiere caminar sinodalmente… que quiere gritar comunión en la diversidad. Estas mujeres, con años y experiencia de camino, llaman a cada cosa por su nombre. Son valientes y tienen fe. A veces callan, no es por cobardía o por dar la razón a quien sin vista manda, es por la confianza que tienen en la fuerza de la comunión que, al final y siempre, llevará a la comunidad cristiana a los márgenes, allí donde la vida crece y se cuestiona. Allí donde está la verdad.
Estas mujeres que difícilmente dejarán su nombre en los medios de comunicación del proceso sinodal son, sin embargo, el alma de un itinerario que hoy empieza. En su corazón y en sus entrañas todavía fecundas tiene garantías de éxito esta experiencia de encuentro, camino y comunión. Va por ellas.
Gonzalo Díez
Y SU REINO NO TENDRÁ FIN
Hablar del Reino de Dios es hablar del gran proyecto de Jesús, de su sueño para el mundo. Este era su objetivo, un modo de vivir y de ver el mundo desde la misericordia, siempre con la mirada puesta en los últimos. Tanto es así que le costó la propia vida demostrar que el amor tiene más fuerza que el pecado y que la muerte. Quizás, la mejor manera de contemplar la esencia del Reino de Dios es asomarse a la bienaventuranzas y dejarse empapar de su esperanza y su deseo de cambiar el mundo.
Es un ya sí, pero todavía no. Porque Jesús llegó, puso los cimientos y todavía sigue construyéndose, desplegándose poco a poco en la Historia guiado por el Espíritu Santo. Cuenta con nosotros y con toda la Iglesia para seguir llevándolo a cabo. No es solo sano progreso que busca ayudar a las personas, tampoco ideología que empodera, profetiza o ensalza el nombre de Dios, es mucho más. El Reino de Dios es un modo de vivir en el que las estructuras y las personas ponen su acento en los últimos y aspiran a que toda la humanidad viva en justicia, paz y armonía dando gloria a Dios.
Aunque es un deseo, no podemos confundirlo con una utopía. Hay espacios en el mundo y en nuestra sociedad donde el Reino de Dios es ya una realidad, como lo fue para los seguidores de Jesús. Lugares donde se actualiza el Evangelio con hondura, se vive desde la misericordia y la esperanza y se construyen comunidades donde Dios saca lo mejor de las personas. Para llegar a ello, hay que estar muy bien arraigado en Cristo, de lo contrario cualquier intento se convierte en sucedáneo que pervierte el auténtico significado.
Y es el momento de la Iglesia, de ser continuadora de este gran sueño en los cinco continentes, porque el Reino de Dios no se habrá terminado de implantar hasta que todos estemos salvados y vivamos en paz, justicia y armonía. A diferencia de los países, sociedades o estados, empeñados en marcar diferencias, todos estamos llamados a participar de este Reino de esperanza, desde nuestras vidas, hogares y culturas, porque cada uno de nuestros actos y decisiones cuenta a la hora de construir el Reino de Dios.
Quizás nunca será pleno en esta parte de la vida y de la historia, pero la resurrección nos abre la puerta a esa plenitud del Reino allá donde Jesús ya ha vencido. Por eso, allí, su Reino que empieza aquí, no tendrá fin.
RECUPERAR LA AMABILIDAD
A menudo solemos caer en la tentación de vivirnos desde una lógica de rentabilidad en la que el imperativo más urgente es la ganancia, donde la máxima que parece guiar nuestro proceder es time is money (el tiempo es dinero) y dejamos de lado el detenernos ante los pequeños detalles que le dan el buen sabor a nuestra vida. Olvidamos que vivimos entre personas absolutas en sí mismas y caemos en la trampa de ver a los otros como meros medios que nos ayudan o nos estorban para lograr un fin determinado o, lo que es peor, los vemos como fríos números que suman o restan en términos de pérdida o ganancia monetaria.
Nos decimos cristianos y con nuestro síndrome de salvadores del mundo pasamos la vida atropellando a los demás. Incapaces de detenernos a escuchar, vamos a toda prisa en una carrera sin fin. Nuestro ceño fruncido parece imponerse ante una tierna sonrisa. Nuestra mirada opacada suele ver a todos como objetos y deja de asombrarse ante la belleza. Nuestros oídos parecen escuchar sólo las manecillas de un tirano reloj que avanza frenético y olvidamos escuchar los sonidos de la realidad. ¿En qué momento hemos olvidado a aquel Jesús de Nazaret, pobre hasta de tiempo, que sabía detenerse ante las necesidades de los demás? Ese Jesús que no se acelera en medio de las urgencias de Jairo, el jefe de la sinagoga, ni pierde su centro ante las multitudes que lo avasallan. Si contemplamos bien a Jesús, podemos caer en cuenta que sabe detenerse ante aquella mujer con flujo de sangre necesitada de consuelo, que con tanta fe había tocado su manto (Mc 5, 21-43).
En Fratelli Tutti el papa Francisco nos insta una vez más a recuperar uno de los signos más elocuentes del cristiano: la amabilidad. Nos recuerda que todavía es posible cultivarla, si es que la hemos desterrado de nuestra vida. Rehabilitar la amabilidad nos libera del cruel verdugo que muchas veces llevamos dentro y nos convierte en estrellas que dan luz y hacen la vida más agradable a los hermanos en medio de la oscuridad de una existencia acelerada e individualista. Un cristiano amable es aquel que se ha sentido amado incondicionalmente, que ha contemplado que el actuar de Dios en el mundo es lento y constante, un cristiano que ha percibido la presencia de su Señor en la suave brisa de la mañana o en la voz silenciosa que le reanima en medio de la fatiga del trabajo. Un cristiano amable es aquel que sabe anteponer sus propias necesidades y urgencias egoístas para buscar el bien común; es un hombre y una mujer que sabe tratar a los demás, que es cuidadoso con sus palabras y gestos para no herir a los demás, está presto y diligente para aliviar el peso o el sufrimiento de otros. Como dice el papa Francisco en el número 223 de la misma encíclica: «la amabilidad expresa un estado de ánimo que no es áspero, rudo, duro, sino afable, suave, que sostiene y conforta». La amabilidad es un don de Dios que se aprende del corazón manso y humilde de Cristo y, como todo don, hay que pedirlo y también cultivarlo para rehabilitarlo.
TERESA DE JESÚS, TESTIGO DE ESPERANZA
¿DESPOBLADO O REHABILITADO?
Hace tiempo leí un artículo que llevaba este mismo título. Se refería a un pequeño pueblo que había tenido mucha vida en el pasado pero en el que hoy solo viven cuatro personas. A primera vista, lo lógico es pensar que este pequeño pueblo está prácticamente despoblado y llegando a sus últimos días. Sin embargo el artículo contaba que hace unos años el pueblo se había quedado totalmente vacío, hasta la llegada de una familia que es la que hoy forma toda su población. Estos habitantes del pueblo, aunque pocos, trajeron consigo una gran ilusión que iba a cambiarlo todo en poco tiempo. Venían de la ciudad, huyendo de prisas y agobios, por eso decidieron dedicarse al campo, a lo de siempre, pero de otra manera… Montaron una casa rural, para que la gente pudiera visitar el pueblo y desconectar. Su idea es hacer que la gente que vive agobiada en la ciudad comparta su vida durante un tiempo y descanse.
Una vez vista la situación, se planteaba una reflexión sobre si el pueblo estaba despoblado y muerto o efectivamente rehabilitado, no con la misma vitalidad que antes, pero con una savia nueva que quizá contagie a otros en un futuro. Probablemente a estas alturas de la lectura te preguntes qué hago hablándote de pueblos, casas rurales y campos… Pero déjame que te pregunte yo a ti (a la vez que me pregunto a mí mismo) ¿no nos pasa algo parecido a veces a los cristianos?
¿No te has desanimado nunca viendo números, haciendo cálculos, o escuchando noticias? Antes sí, pero ahora… cada vez menos… Esto no tiene futuro, se nos va de las manos… En parte estas afirmaciones son ciertas, hay un hecho, y es que como el pequeño pueblo, ya no somos lo que fuimos y la cosa no tiene pinta (por lo menos de momento) de volver a ser como antes. Pero tal vez la clave no esté en volver la vista atrás, sino en mirar hacia delante. Quizá no llenemos todas las casas del pueblo de familias como hace años, pero a lo mejor no es eso lo que nos toca hacer ahora.
Igual que los rehabilitadores del pueblo venían de la ciudad, nosotros somos hijos de nuestra sociedad. No tenemos que abandonarla como ellos, pues nuestra fe la vivimos en medio del mundo. Sin embargo conocemos sus problemas, sus trampas y también sus virtudes. Tal vez por ello nuestro momento sea de siembra, de ofrecer un espacio de descanso y de acogida en medio de los agobios y problemas. Es verdad que a muchos no les interesará, que los resultados no serán ni rápidos ni multitudinarios, pero quizá algún día alguien decida quedarse a pasar unos días en nuestra casa, y quien sabe si alguno no les convencerá el estilo de vida de nuestro pueblo y quieran quedarse con nosotros… De momento, es tiempo de siembra, de ilusión y de espera.
EL PAPA PREVIENE DE "PROPUESTAS ENGAÑOSAS QUE QUITAN LA LIBERTAD"
INSTRUMENTO EN SUS MANOS
De entre todos los instrumentos musicales no hay ninguno que se pueda comparar al violín: sus curvas elegantes, su fino mástil culminado en la bella voluta y sus cuatro cuerdas de las que brotan inigualables melodías cuando se desliza sobre ellas el arco. Pero por más que lo intente, el violín por sí solo no conseguirá sacar ni una sola nota. Se retorcerá y luchará toda la noche pero de sus cuerdas no saldrá un solo sonido. Y es que el violín parece haber olvidado que es un instrumento, el más bello de todos ellos pero instrumento al fin y al cabo.
Todo violín necesita de las manos del artista, ese músico que lo conoce a la perfección, que lo quiere y lo cuida con esmero. En sus manos el violín es capaz de interpretar las más bellas sinfonías que se han escrito en la historia de la música pero sin él no es más que otro trozo de madera. Si el violín se empeña, y hay violines muy tercos, acabará por desafinarse, o incluso puede que rompa alguna de sus cuerdas, pero jamás conseguirá por sí solo sacar un sonido de entre sus cuerdas.
En algunas ocasiones al violín le toca ser solista y de pronto todos los focos recaen sobre él, otras aparece en cuarteto y entonces debe aprender a acompasarse con el chelo y la viola, pero la mayoría de las veces se encuentra en medio de una orquesta, pasando más desadvertido pero disfrutando también de la variedad de instrumentos que la componen y de la aportación imprescindible de cada uno de ellos. Lo que nunca se ha visto y nunca se verá es a un violín sin su músico.
No luches, no te desafines, deja que sea el artista el que haga vibrar tus cuerdas, conviértete en instrumento en sus manos.
SOLEDAD, ESA OTRA EPIDEMIA
Hace unos días salía una de esas noticias que se cuelan disimuladamente en la radio y provocan más reflexión que ruido, y que por supuesto la mayoría de los medios ignoran porque no hay polémica ni sangre de por medio y, sobre todo, porque atañe principalmente a las personas mayores. Y es que siguiendo la estela de algún otro país, el gobierno de Japón ha creado un ministerio de la soledad, sobre todo tras constatar este año que la tragedia del suicidio se ha llevado por delante más vidas que el propio coronavirus.
No conozco la cultura asiática, ni tampoco los pormenores de la propuesta, pero sí sabemos que viendo la demografía europea el problema de la soledad nos afectará mucho de aquí a unos años. Está claro que no es lo mismo la soledad necesaria que la soledad impuesta, pero debemos reconocer con humildad que el individualismo exacerbado, el consumismo y el materialismo radical han propiciado que las personas dejen de mirar más allá de su ombligo y se centren solo en ellas mismas. Esta dinámica vital no lleva a otra cosa que al aislacionismo y a olvidar que aunque no lo queramos, somos seres sociales y necesitamos de otros, y no solo para tener lo básico para sobrevivir, sino para dar identidad, amor y sentido a nuestra propia existencia.
Y quizás la vacuna para la soledad –otra pandemia que lleva décadas incubándose– la tenemos ya desde hace muchos años: la familia y los amigos. Porque en nuestra vida no podemos tener solo en el horizonte un gran proyecto profesional o inmejorables planes para las vacaciones, sino una red de personas donde crezca el afecto y la vida de forma sana y nos permita hacer de cada historia un proyecto fecundo. Ojalá dentro de unos años no haga falta este ministerio en ningún país del mundo, pero me temo que será una bonita utopía a no ser que la cultura del encuentro se convierta en nuestra forma de vida.